martes, 19 de abril de 2016

La ¿solitaria? carrera del escritor



A veces me viene a la mente un recuerdo de hace una década que, por algún motivo, tengo ahí clavado en la memoria. El recuerdo no está compuesto de imágenes vívidas, sino sobre todo de palabras: una conversación con una persona, un hombre cuya cara ya no sabría describir y al que, que yo sepa, no he vuelto a ver desde entonces. El hombre y yo hablábamos de mi deseo de ser escritora cuando fuera mayor, dato ante el cual él reaccionó de forma inesperada. Hasta el momento, todos los adultos a los que les contaba este dato sobre mí se alegraban o se enorgullecían de mi anhelo; él, sin embargo, puso una mueca que no supe si interpretar como señal de decepción o de descontento. “No me gusta. La carrera del escritor es muy triste”, dijo. En seguida quise saber por qué opinaba así, a lo que respondió: “En otros trabajos tienes compañeros, tienes un lugar al que ir todos los días y eso te da vida. Los escritores están solos”. 

No recuerdo si llegué a responder a esto, o qué dije en caso de que lo hiciera. Lo cierto es que la conversación debió de marcarme, o de lo contrario no la recordaría tan a menudo. Nunca, en todos los años que llevaba cultivando aquella faceta literata (que no eran muchos aún, pero a mí me lo parecían) había prestado ninguna atención al hecho de estar completamente sola mientras escribía. La imagen del escritor ermitaño, aislado del mundo y la sociedad para crear sus obras en un despacho poco ventilado y de paredes llenas de libracos apolillados, se instaló en mis pensamientos. No se correspondía en absoluto con la visión que yo tenía. La imagen previa, para mí, siempre había sido la del escritor apasionado, con las emociones danzando y gritando a su alrededor mientras intentaba enlazarlas al papel con cuerdas de letras. Un escritor, ciertamente, también aislado del mundo, pero en otro sentido: aislado durante la escritura por estar viviendo otra realidad en paralelo, por estar creando magia, aislado aunque estuviese rodeado de gente. Ese aislamiento, para mí, era maravilloso. No me hubiera importado terminar siendo así. 

Pero, ¿y si con los años y la madurez ambas imágenes resultaban ser la misma? 

Con esa duda fui creciendo, mientras escribía en mi placentera soledad y vigilaba que no se convirtiera en una repentina misantropía. Pero, las cosas que tiene la vida, durante esos años de crecimiento, el panorama literario cambió bastante. Primero llegó el cambiar las libretas por ordenadores portátiles: luego, llegó el boom de las redes sociales. Facebook, Blogger, Twitter, incluso aquellos olvidados Tuenti y Fotolog. No solo contribuyeron a lo grande a que empezase a procrastinar en cuanto me descuidaba (eso da para otra entrada), sino que sirvieron de medio de cultivo para dar génesis a una nueva era literaria. Yo me maravillaba con lo que encontraba en esa gran red: escritores aficionados como yo compartiendo sus escritos, foros de jóvenes autores, blognovelas, concursos online de relatos… Los autores que aún no habían conseguido triunfar rompían con la resignación y el anonimato y se lanzaban a abrir sus corazones al mundo, a recitar sus creaciones a grito vivo. Y había retroalimentación: la gente leía y comentaba, creando una comunidad que iba creciendo y mutando. De pronto, un día pestañeé y al abrir los ojos la cosa había evolucionado aún más: Amazon, Wattpad, Youtube. De pronto, la red estaba inundada de lugares que ofrecían recursos para escritores: “taller online de literatura”; “curso de creación de novela”; “10 claves para escribir un best-seller”. Los autores bombardeaban sus redes con retransmisiones en directo de lo que escribían, cuándo lo escribían y cómo lo escribían. Pedían opinión a sus seguidores sobre cualquier aspecto y decisión. 

Y entonces a mí me dio miedo meter ni siquiera la puntita del pie en aquella ola gigantesca. Escribir ya no era una tarea solitaria en absoluto. Yo siempre había escrito en soledad y ahora me sentía perdida. 

Cierto es que, en mi caso particular, siempre he sido bastante reservada con lo que escribo: soy de las que odian que otros lean lo que he escrito antes de terminarlo. Incluso me cuesta contarles a personas de confianza de qué trata la historia en la que estoy trabajando mientras el proceso creativo está en curso. Supongo que esto es un poco extremo: aunque no predique mucho con el ejemplo, creo que es bueno compartir un poco con otras personas interesadas en la literatura y aprender de ellos durante la misma creación de la obra, no solo a posteriori. Por así decirlo, no cerrar la puerta del todo hasta el día del estreno, sino dejarla entreabierta para que otros puedan entrar y contribuir a mejorar la obra. En ese sentido, creo que los talleres literarios en los que se comparten escritos y se intercambian opiniones pueden llegar a ser muy enriquecedores. Lo mismo opino de los cursos, foros o cualquier otra herramienta que te permita recibir consejos y adquirir nuevas perspectivas. Incluso entiendo que la emoción te lleve a querer informar a todo aquel que pueda estar interesado de tus avances en esa novela que te mantiene en vilo o ese relato que está quedando tan bien. Es normal, creo yo. Pero, aun así, sigue dándome miedo esa fina línea divisoria que tan fácilmente se puede perder de vista: la que separa el escribir algo que es tuyo, un trocito de ti, a dejar que otros escriban por ti. Que lo que haces se vea tan deformado por consejos para escritores, reglas de oro sobre cómo perfilar personajes o recomendaciones de meter escenas de sexo para vender más que llegue un momento en el que acabes poniendo punto y final en un texto que no es realmente tuyo. Que llegue un día en el que pases más tiempo anunciando qué y cómo vas a escribir que escribiendo. 

Es cierto que el motivo por el que se escribe es algo muy personal. Para mí, uno de los pilares de esta pasión radica, precisamente, en el placer de crear algo tan íntimo y convertirlo en una obra que pueda ser leída por cualquiera. El no tener límites, el sólo mesurarme en el caso en que yo misma lo decida. Soy incapaz de realizar un acto tan introspectivo si no para de circular gente a echar un vistazo; mi ordenador quedaría entonces mucho más repleto de obras sin acabar de lo que ya lo está. A mí, con mi obra terminada debajo del brazo, que me vengan a descuartizarla desde el principio al final, a corregirme, a decirme qué cosas debería conservar y cuáles son una basura, para poder aprender de quienes saben más que yo y convertirla en algo que merezca la pena leer. Mientras tanto, dejadme a solas con mis novelas. Pero dejad la puerta entreabierta al salir, por lo que se pueda terciar.